viernes, 8 de julio de 2011

Serrat, la grandeza de las pequeñas cosas

Pedro Luis Angosto | nuevatribuna.es | Actualizado 05 Julio 2011



En una reciente entrevista, decía Iñaki Gabilondo que hoy resultaba extremadamente complejo profundizar en las noticias. En su opinión, la gente desea estar informada pero superficialmente, con noticias relámpago, de ahí el éxito que tienen las publicaciones ligeras de ropa y que los informativos televisivos se hayan convertido en un apéndice de la sección de deportes. Por su parte, un grupo de intelectuales preguntados por un diario de tirada nacional –Álvarez Junco, Enrique Moradiellos, Arcadi Espada, Eugenio Trías- aseguraban que, independientemente de que la clase política lo esté haciendo mejor o peor, la sociedad también tiene su responsabilidad en la cosa pública y que está renunciando de modo inconsciente a ella.
Creo que ambas afirmaciones son palpables en la mayor parte de España, no se trata ya de que una institución fundamental para la democracia como son los partidos políticos no tengan una militancia abundante, que apenas un veinte por ciento de los trabajadores paguen cuota a algún sindicato, es que ni las asociaciones de vecinos, ni las apas, ni las comunidades de propietarios, ni tan siquiera las organizaciones de consumidores nos atraen: El español ha optado por el “laissez faire, laissez passer”, es decir por el pasotismo más inquietante. Sólo aquellas asociaciones relacionadas con fiestas, festejos, deportes, localismos o nacionalismos tienen entre nosotros aceptación. Es el egoísmo socializado, una nueva forma de vivir que indudablemente nos lleva a la desestructuración social. Sálvese quien pueda parece ser el lema de esta nueva sociedad que, por supuesto, no tiene nada de nueva, lo nuevo fue la solidaridad, la preocupación individual y colectiva por los más desfavorecidos, la lucha por el progreso, hoy en franca decadencia en toda Europa pese a su juventud. Parece que las aguas tornan a su cauce y los viejos modos, las viejas y caducas costumbres de antaño, en todos los órdenes de la vida, político, económico, laboral, cultural y social, vuelven a ser predominantes, incluso el patriotismo de baratillo, el clasismo, el racismo y la demanda autoritaria encuentran buen acomodo en estos tiempos extraños. Esperemos que sea algo pasajero.
Es muy posible que en este pequeño rincón privilegiado del mundo que es España, que es Europa –todavía-, andemos tan agobiados con nuestros trabajos, nuestras compras y el cuidado de nuestro estatus que sólo el escapismo, el meter la cabeza debajo del ala, el nihilismo nos ayuden a subsistir. Sin embargo, debiera ocurrir lo contrario. Cubiertas las necesidades materiales –cosa que hoy dista mucho de ocurrir-, tendríamos que ser felices, dedicarnos a cultivar nuestro espíritu y a ayudar al prójimo. No es así. Huimos. Luego con echarle la culpa de todo a los políticos –todavía no sé como puede haber gente con vocación política sincera, que la hay- nos quedamos tan panchos y dormimos a pierna suelta. Torturas, emigrantes ahogados, África que se desangra...: bastante tengo yo con pagar el colegio de mis niños, la hipoteca y el coche nuevo, que, sepan ustedes, tiene unas prestaciones inmejorables. Esas otras cosas, que las resuelvan los inútiles de los políticos, para eso les pagamos.
Empero, no todo el mundo es así y hace unas semanas alguien, “sacándose un conejo de la vieja chistera”, entre tanta calamidad y tanto desprecio por el dolor ajeno, nos ha dado a muchos una enorme satisfacción: Juan Manuel Serrat, “el noi del Poble Sec”, el “Nano”, el hombre que nos enseñó a Machado, a Hernández, a León Felipe, a Benedetti, el juglar que, en catalán y en castellano, ha escrito cien de las mejores canciones de la historia, el poeta que nos hizo llorar en silencio, el ciudadano que siempre estuvo al lado de las causas perdidas, fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Pompeu i Fabra. Su vida y sus canciones han sido una misma cosa, un ejemplo maravilloso de ética ciudadana y de sensibilidad. Pese al éxito y las desgracias de los últimos años, el sexador de pollos que fue Joan Manuel, ayudado “por las musas que nunca pasaron de él”, “subido a un taburete”, bailando con “Curro el Palmo” en una playa del “Mediterráneo”, siempre ha tenido la misma sencillez, la misma placentera sonrisa, la misma modesta grandeza que lo ha convertido en un referente humano excepcional, en una vacuna para escépticos, en una criatura inimitable que nos ha llenado la vida de emociones, de alegrías, de tristezas, de ternura, sin renunciar nunca a su compromiso con el hombre. Nada de lo humano le ha sido, le es, ajeno. Todo un ejemplo, a seguir.